Anoche me desperté a las dos de la mañana con la certeza absoluta de que había pasado por stop poco crucial en Blue Prince. No un objeto. No una mecánica. Una idea. Poco que estaba ahí desde el principio, pero que yo, con todos mis primaveras de desafiar, no había sabido deletrear. Así que encendí mi PS5, cargué la partida, recorrí pasillos conocidos como si fueran dominio inexplorado y encontré lo mismo de siempre. Pero con otros luceros. Me sentí idiota. Me sentí vivo.
Porque estamos malacostumbrados. Los videojuegos llevan décadas enseñándonos que la inteligencia consiste en ejecutar perfectamente un plan que ya ha sido pensado por otro. Memorizar patrones. Calcular rutas. Identificar estructuras. Hemos aprendido a resolver, pero no a interpretar. A seguir instrucciones disfrazadas de exploración. Y todo esto está tan interiorizado que, cuando aparece un descanso como Blue Prince —uno que se calla, que no marca carencia, que no quiere ayudarte—, el primer impulso no es el asombro. Es la sospecha. El rechazo. «¿Y esto qué español quiere que haga?»
Blue Prince no quiere que hagas carencia. Quiere que mires. Que observes
Blue Prince no quiere que hagas carencia. Quiere que mires. Que observes. Que sobrevivas a la incomodidad de no entender. No plantea una encomienda. Plantea una presencia. No te dice «resuelve esto», sino «habita este superficie, audición lo que no te digo, talego tus propias conclusiones y acepta que pueden estar equivocadas». Y eso, en un medio como este, es prácticamente ofensivo.
Nos han enseñado que desafiar perfectamente es progresar. Que avanzar es dominar. Que el diseño está para ser comprendido. Pero Blue Prince propone lo contrario: un diseño que existe para ser letrado, no resuelto. Un descanso que se construye como un idioma, no como un problema. Y si no entiendes el idioma, nadie va a traducírtelo. Te jodes. O aprendes a escuchar desigual. Y ahí, encajado ahí, empieza otra clase de videojuego. Uno que no contesta. Que solo pregunta. Y que demora que, por una vez, seas tú quien no tenga miedo de contestar mal.


El videojuego nos ha entrenado para resolver, no para interpretar
Llevamos décadas creyendo que desafiar perfectamente es homólogo de resolver perfectamente. Desde Mario hasta Elden Ring, todo el diseño novedoso se construye sobre esa premisa invisible: si identificas el patrón, si calculas el momento, si usas los bienes correctos, terminarás venciendo. La vencimiento es solo una cuestión de tiempo, de técnica, de memorización. Incluso los juegos que se autoproclaman difíciles —y que tanto adoramos por su equivocación de concesiones— acaban siempre encajando en ese ámbito: son sistemas cerrados, perfectamente calibrados, donde lo único que necesitas es repetir lo suficiente para entender cómo funciona la maquinaria. Si lo haces, la remuneración es tuya. No hay enigma que no ceda en presencia de la dialéctica de la repetición.
Pero esa dialéctica es una mazmorra con barrotes de oro. Porque nos ha convencido de que el videojuego debe ser claro. De que todo diseño implica un camino claro. De que incluso la incertidumbre es poco que, eventualmente, debe resolverse. Que el descanso puede iniciar siendo confuso, pero tiene la obligación de comprender a sí mismo, de darte las herramientas para descifrarlo. Y si no lo hace, pensamos que está mal hecho.


Entonces aparece Blue Prince y no hace carencia de eso. No te da un atlas. No te entrega una novelística con principio y desenlace. No te propone una dialéctica que puedas dominar. Solo te deja en medio de una bloque cambiante, donde cada habitación puede ser una pista… o una broma. Cada símbolo puede ser secreto… o un ruido más. Aquí no hay certeza. Y eso, remotamente de ser un parecer, es la parecer principal del descanso.
Blue Prince no se construye como un problema que demora una opción concreta, sino como un idioma que te desafía a interpretarlo sin manual
Porque Blue Prince no se construye como un problema que demora una opción concreta, sino como un idioma que te desafía a interpretarlo sin manual. Sí, existe un objetivo: asistir a la habitación 46. Pero el camino no está trazado. No hay pistas clara, ni orden inductivo, ni tutorial escondido tras la niebla. Lo que tienes son fragmentos. Habitaciones que se repiten con variaciones mínimas. Notas con frases que podrían ser claves o poesía. Detalles decorativos que, si decides leerlos como símbolos, cambian tu forma de desafiar. No estás resolviendo un sudoku. Estás traduciendo un texto sin gramática, donde el significado no está en cada alcoba por separado, sino en cómo decides relacionarlas.
Y esa abandono de dirección, esa multiplicidad de lecturas, es lo que nos desarma. Porque el deportista novedoso —incluso el más culto— ha sido domesticado por la promesa de que todo tendrá sentido. De que cualquier descanso, por muy enigmático que parezca, acabará revelando sus reglas si insistes lo suficiente. Blue Prince no hace eso. Aquí las respuestas no están fuera, esperando en una mentor. Están en tu capacidad de convivir con preguntas que quizás nunca resuelvas del todo. En cómo cambias tú, incluso si nunca cruzas la puerta 46
Hemos confundido complejidad con densidad. Creemos que un descanso profundo es uno con mucho contenido, muchos sistemas, muchas horas. Pero la verdadera complejidad no está en el barriguita, sino en la equívoco. En esa sensación incómoda de mirar un diseño y no aprender si es una pista o un ruido. Blue Prince no te da caminos. Te da síntomas. Y tú decides si los lees como dictamen… o como poesía.


Blue Prince no te palabra. Y por eso te convierte en autor
Cuando un descanso se calla, el deportista tiene dos opciones: o se frustra y lo abandona, o se convierte en autor. Y Blue Prince se calla con una obstinación casi agresiva. No hay personaje que te explique tu objetivo. No hay diario de misiones, ni registro de pistas, ni árbol de progreso que te diga cuánto te queda. Solo estás tú, frente a una bloque que se descompone y recompone a diario, como si respirara en otra dialéctica, una que no es matemática, sino simbólica. Y como nadie te dice qué significa lo que ves, eres tú quien tiene que lanzarse qué es relevante. Qué encaja. Qué merece ser registrado. Es una inversión absoluta del poder. Porque no eres tú quien interpreta lo que el descanso dice. Es el descanso quien te observa, esperando ver qué novelística construyes con sus piezas mudas.
Resolver es el verbo secreto. Resolver puzles. Resolver conflictos. Resolver tramas
Esto no es lo habitual. En el videojuego tradicional, incluso en los más abiertos, la novelística sigue siendo una estría más o menos visible. Hay autores que escribieron eventos, personajes, diálogos, pistas diseñadas para ser entendidas. Incluso los juegos con finales múltiples tienen caminos trazables, combinaciones lógicas. Pero aquí no. Aquí, lo que tú crees que ocurre es tan importante como lo que ocurre de verdad —si es que esa verdad existe. El cuadro que has gastado en tres habitaciones distintas, con una fisura que cambia tenuemente cada vez, puede ser un bug visual… o una secreto de lección. El descanso no te va a sacar de dudas. No porque no quiera, sino porque no puede: ha decidido no conversar.


Y ese silencio es un aspecto de autoría radical. Porque al no darte una novelística, te obliga a construir una. Y no hablo de escribir fanfics o imaginar backstories. Hablo de usar tu examen como utensilio de construcción novelística. De convertir tu obsesión —tu forma de desafiar— en un relato. Cada partida es una interpretación distinta de ti mismo intentando entender una estructura que se le resiste. Y esa resistor no se combate con diplomacia, sino con interpretación. Cada vez que juegas, haces una lección. Es forzoso. Tomas decisiones en almohadilla a tus memorias, a tus anotaciones, a tus sospechas. No sabes si lo que haces sirve para poco, pero lo haces porque has decidido creer que esa disposición concreta de habitaciones importa. No porque el descanso te lo haya dicho, sino porque tú se lo has dicho al descanso. Y en ese momento, sin que nadie lo verbalice, te has convertido en autor.
Y ahí es donde Blue Prince se vuelve fascinante. Porque no es una historia que alguno escribió para ti. Es un idioma que el descanso activa, y que solo cobra sentido cuando tú lo hablas en voz disminución, apuntando frases absurdas en una bloque, como si fueran profecías. No hay interpretación sin narrador. Y aquí, por fin, ese narrador eres tú.


Interpretar no es resolver: es convivir con la incertidumbre
En la mayoría de videojuegos, incluso en los más crípticos, hay una promesa silenciosa: si prestas atención, si actúas con dialéctica, si sigues insistiendo, al final todo tendrá sentido. Esa es la novelística interna que el medio ha cultivado durante décadas. Resolver es el verbo secreto. Resolver puzles. Resolver conflictos. Resolver tramas. Y nosotros, como jugadores, hemos interiorizado esa dialéctica hasta lo irracional. Cada interruptor sin uso, cada camino bloqueado, cada estría de diálogo inconclusa… todo debe tener una función, una utilidad. Nadie puede ser solo ámbito, o peor aún: ruido. Si está ahí, tiene que significar poco. Y si no lo descubres, es que se te ha escapado una pista. Que no has resuelto el problema.
Blue Prince lo rompe todo. Porque no plantea problemas. Plantea atmósferas. Fragmentos. Ecos. Te deja entrar en una mansión mutante, sin brújula ni finalidad, y te invita —sin decírtelo— a construir sentido. Pero no un sentido objetivo. No una respuesta universal que alguno ya escribió para que tú la descubras. No. Aquí tú decides qué es significativo. Qué se repite. Qué vale la pena ser anotado. Qué merece ser sospechado. Y eso no es resolver. Eso es interpretar.


Interpretar no implica asistir a una opción. Implica aceptar que quizás no hay una. Implica convivir con la duda, con la fisura, con la posibilidad de estar completamente desacertado y, aun así, seguir delante. En este tipo de juegos, la obsesión no es un parecer del diseño. Es la mecánica principal. El descanso no quiere que encuentres respuestas. Quiere que te convenzas de que las hay, y que actúes en consecuencia.
En Blue Prince, no hay final brillante. No hay épica. Lo que hay es poco mucho más íntimo
Y eso, cuando lo piensas perfectamente, es una propuesta estética radical. Porque transforma el acto de desafiar en un estado de lección abierta. Brincar a Blue Prince no es dominar un sistema, sino habitar una nudo. Es como comportarse internamente de un poema incompleto, donde cada palabra nueva cambia lo que creías activo entendido de las anteriores. Y como el descanso no te dice nunca si vas perfectamente, lo único que tienes es tu intuición. Esa vocecita interior que susurra: «esto se parece a lo de ayer… tal vez tenga sentido». Claro, esto incomoda. Porque el deportista medio —y me incluyo— no está entrenado para interpretar. Está entrenado para superar. Para acumular. Para avanzar. Pero aquí no hay puntos de experiencia. No hay desbloqueos. No hay progresión tradicional. Lo único que crece es tu forma de mirar. Y eso, si lo aceptas, es una remuneración que ningún RPG te va a dar. En Blue Prince, no hay final brillante. No hay épica. Lo que hay es poco mucho más íntimo: la sensación de estar en medio de un mundo que no necesita que lo entiendas. Solo que lo escuches.


¿Y si Blue Prince nos ha domesticado asimismo?
Llevamos casi dos mil palabras celebrando que Blue Prince no te guíe, no te explique, no te lleve de la mano. Pero, ¿y si eso asimismo es una forma de domesticación? ¿Y si la abandono de dirección no es respeto, sino una nueva fórmula de control? El descanso no te dice qué hacer, sí, pero te entrena para hacer poco muy específico: apañarse significado en el infructifero. Sospechar. Anotar. Repetir. ¿No es eso, asimismo, una forma de obediencia? Porque Blue Prince no es un caos verdadero. Es un caos diseñado. La mansión cambia, sí, pero lo hace internamente de unas reglas invisibles. Las pistas no son aleatorias. Hay estructuras. Hay dialéctica. Solo que no te la cuentan. ¿Y si esta nueva forma de diseño, que parece darnos licencia, solo nos está haciendo trabajar más para observar que entendemos poco? ¿Y si la interpretación que celebramos como signo de prudencia es en sinceridad una trampa exquisita, una forma de mantenernos enganchados sin darnos carencia concreto?
Pensamos que desafiar a Blue Prince es un acto atrevido, casi poético. Pero cada vez que reescribimos la mansión, estamos siguiendo los mismos impulsos básicos de siempre: apañarse sentido, encontrar remuneración, observar que hay un propósito. No importa si ese propósito está oculto. Lo seguimos persiguiendo igual. Incluso sin decirlo, incluso sin una flecha titán sobre la puerta 46, Blue Prince sabe que perseguiremos poco. Porque así nos han educado: a apañarse un final. Lo brillante es que aquí no sabes si estás más cerca… o más remotamente.
Blue Prince no te necesita. No quiere que lo completes
En cierto modo, hemos sustituido la mentor explícita por una novelística implícita aún más tiránica: la del deportista iluminado, el que «entiende» el descanso que no se explica. Y eso crea un nuevo tipo de presión, de ansiedad por estar siempre al nivel. Por no ser de esos que «no pillan Blue Prince». Por formar parte del culto de los que ven patrones donde otros solo ven habitaciones. Quizás la abandono de instrucciones no es una puerta abierta, sino un espejo. Y lo que refleja no es nuestra licencia, sino nuestras propias cadenas, tan refinadas que ya las confundimos con reflexión.


El videojuego como máquina de interpretación (y no solo de energía)
Blue Prince no quiere que te sientas poderoso. No quiere que mates a carencia, que salves a nadie, que reúnas objetos legendarios. Blue Prince quiere que mires. Que escuches. Que pienses. Y eso lo convierte en poco rarísimo: un videojuego que no sondeo que actúes, sino que interpretes. Que no quiere que «hagas cosas», sino que estés presente. Atento. Endeble. Esto, en un medio obsesionado con el control, es casi ofensivo.
Durante primaveras, el videojuego ha sido una máquina de energía. Presiona brote, recibe resultado. Explora, anhelo experiencia. Toma decisiones, desbloquea caminos. El verbo dominante ha sido siempre hacer. Pero Blue Prince se niega a participar de esa gramática. Lo que propone es poco mucho más incómodo: el videojuego como espacio de lección. Como habitación llena de ecos. Como superficie donde estar no significa avanzar, sino resonar. ¿Y si esa fuera la cambio natural del medio? ¿Y si luego de todas las mecánicas, las físicas, las texturas fotorrealistas y los bucles de feedback, lo que queda es esto? Un espacio donde ya no jugamos para dominar, sino para habitar lo indomable. Para convivir con lo que no se deja explicar. Para observar sin conquistar.
Porque hay juegos que te cuentan cosas. Juegos que te desafían. Juegos que te impresionan. Pero hay muy pocos —poquísimos— que confían en ti al punto de callarse por completo. Que prefieren que seas tú quien hable, quien imagine, quien se equivoque con estilo. Y cuando uno de esos juegos aparece, lo único que puedes hacer es escribir sobre él sin tener claro si lo has entendido. Y aceptar que quizás de eso iba todo.
Blue Prince no te necesita. No quiere que lo completes. Solo quiere que te sientes en su suelo invisible y empieces a deletrear las paredes como si fueran un idioma. Aunque no entiendas carencia. Aunque te vayas sin activo gastado «el final». Porque lo importante no es lo que hay detrás de la última puerta. Es cómo has cambiado tú luego de cascar todas las otras. Y si eso no es una nueva forma de desafiar, quizás es que todavía no hemos aprendido a deletrear lo que los videojuegos llevan primaveras intentando decirnos.
En 3DJuegos | Ya no intento verlo todo en un videojuego y es lo mejor que me ha pasado como deportista
En 3DJuegos | Silent Hill 2 oculta poco más terrorífico que sus monstruos y es un mensaje tan trágico que no sorprende que sea un descanso fascinante tantos primaveras luego
En 3DJuegos | Blue Prince es un buen descanso, pero no opino como la mayoría