No todos los juegos están hechos para gustarte. Aunque lo parezca, aunque lo esperes, aunque cada píxel esté optimizado para que pulses el ulterior renuevo sin dudar, no todos los juegos quieren hacerte reparar correctamente. Algunos no quieren gustarte. No quieren gustarte ni un poco. De hecho, parecen diseñados para incomodarte, desafiarte, fastidiarte. Para hacerte reparar torpe, tonto, culpable. Para empujarte fuera de ese espacio seguro que damos por sentado cuando agarramos un mando.
Y sin incautación, esos juegos —los que parecen hechos para que no los aguantes— son los que más me han impresionado. Los que se han quedado conmigo. No como una foto bonita, sino como una herida que no terminó de cerrar del todo. Son los juegos que me han dicho cosas que nadie se atrevía a decirme. Los que no vinieron a complacerme, sino a mirarme con cara seria y soltarme: «mira esto. ¿Te atreves a sentirlo?»
Puedes corretear vigésimo títulos que te gusten y no recapacitar nadie. Y, sin incautación, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante abriles
Hay una trampa en la palabra «interesar». Es una palabra cómoda, superficial, resbaladiza. Uno puede aseverar que le gusta un distracción porque es atún, o porque es divertido, o porque ha desbloqueado todo sin mucha fricción. Pero hay una diferencia profunda entre que poco te guste y que poco te cale. Puedes corretear vigésimo títulos que te gusten y no recapacitar nadie. Y, sin incautación, uno que odiaste… puede quedarse contigo durante abriles.
No todos los jugadores quieren eso. Lo entiendo. Hay días en los que yo siquiera lo quiero. Pero cuando miro a espaldas, cuando pienso en los juegos que efectivamente me han transformado, que me han legado poco parecido a una epifanía o a una herida emocional, no son los que más me gustaron. Son los que no lo intentaron. Los que me empujaron. Los que me dejaron solo y confundido. Los que no me trataron correctamente, pero me trataron con verdad. Porque lo claro se olvida. Y lo difícil, lo incómodo, lo que no encaja… eso se queda. Y a veces, lo que se queda te cambia.


Pathologic 2
Cuando un distracción no te abraza, pero te marca
La primera vez que cerré Pathologic 2, lo hice con cólera. No porque fuera difícil —aunque lo es, y no poco—, ni porque no lo entendiera —aunque siquiera lo hacía, del todo—. Lo cerré porque me estaba afectando de verdad. Físicamente. Me dolía la comienzo. Sentía el cuerpo tenso. Tenía una especie de ansiedad que no venía del distracción, sino de la sensación de que el distracción me había inyectado la suya.
Había pasado dos horas intentando ayudar a unos personajes que no confiaban en mí, mientras mi propio altibajo se moría de anhelo, de fiebre, de desesperación. Era como proceder en una ciudad en ruinas donde cada paso era un sacrificio, y cada osadía, una puñalada al futuro. En un momento legado, me rendí. Me fui a la cocina, abrí la frigorífico y me preparé poco como si acabara de salir de un refugio antiaéreo. Fielmente. Respiraba raro. Me senté y pensé: «esto no es sano». Y, sin incautación, volví.


Pathologic 2
No por masoquismo. No por oposición. Volví porque poco me había tocado. Porque el distracción no me había enseñado falta todavía, pero me había hecho reparar poco que no me dejaba en paz: la angustia de no poder hacerlo todo correctamente. De tener que designar a quién salvas y a quién condenas. De ser insuficiente. Pathologic 2 no es un distracción que te da opciones morales. Es un distracción que te pone una vida rota en las manos y te dice: «haz lo que puedas, pero no alcanza». Y esa es la disertación.
En la mayoría de juegos, la honesto es una mostrador. Un contador. Una osadía con dos colores y consecuencias predecibles. Aquí no. Aquí no hay correctamente. Solo hay menos mal. Y eso te cambia. Te hace ver los sistemas éticos de otros juegos como una broma amable, como un parque de atracciones ético donde todo está calculado para que tú seas el héroe. Lo volví a corretear. Lo terminé. Y lo sigo recordando como uno de los pocos títulos que me han dicho poco esencial: que a veces no se proxenetismo de triunfar. Se proxenetismo de entender qué perdiste. Y proceder con ello.


Cruelty Squad
Lo feo además tiene poco que aseverar
No es el único. Hay juegos que no se esconden tras una estética fea por percance. Que la usan como arsenal. Como revelación. Cruelty Squad es probablemente el ejemplo más extremo que he jugado de esto. Es un vómito de neón y diseño industrial, un escupitajo expresivo que parece gritarte «sal de aquí» desde que lo arrancas. Todo en él es ofensivo: los colores, el sonido, la interfaz, los menús. La primera impresión es la de un distracción mal hecho, inacabado, casi paródico. Pero no lo es. Todo eso está pensado. Está ahí para repelerte. Para probarte.
Y si te quedas, si aguantas el ruido, la violencia visual, la desidia de sentido… entonces empiezas a ver. Empiezas a ver que ese horror estético no es tirado. Es parte del mundo. Es el mundo. Es una crítica furiosa, asquerosa, visceral, a todo lo que asumimos como sencillo, atún, aceptable. Es capitalismo distorsionado hasta el vómito. Un sistema en el que los únicos que prosperan son los que mutan, los que se deforman, los que renuncian a cualquier forma de coherencia para encajar. No hay belleza en Cruelty Squad. Hay mutación. Y supervivencia.


Cruelty Squad
La deshonestidad, entonces, deja de ser un error. Se convierte en habla. En mensaje. En identidad. El distracción no quiere gustarte. Quiere decirte: «esto es lo que pasa cuando solo sobreviven los deformes». Y eso, cuando te cala, no lo olvidas. No por su arte. Por su mensaje. Porque a veces lo feo además tiene verdad. Porque hay veces en las que el envoltorio pulido es la verdadera mentira, y lo ridículo, lo incómodo, lo indeseable, es lo único sincero. Y esa es otra forma de belleza. Una que no se puede entregar en un tráiler, pero que te cambia la forma de mirar los menús, las ciudades, las mecánicas de los juegos que ayer dabas por hechas.
Pero no todo va de estética. A veces la incomodidad viene de otro costado: de lo que haces. De lo que eliges. De lo que no puedes deshacer. Hay un tipo de pecado que los videojuegos convencionales no te enseñan. Porque siempre puedes cargar partida, reiniciar, repetir. Siempre hay red. Siempre hay una forma de corregir. Pero en la vida vivo no. En la vida, muchas veces, haces poco y ya está. Lo hiciste. Y ahora tienes que proceder con ello. Spec Ops: The Line es el distracción que entendió eso. Y tuvo el valencia de aplicarlo.


Spec Ops: The Line
Hay un momento en ese distracción que no necesita ser detallado, porque si lo viviste, ya sabes a cuál me refiero. Un momento en el que haces poco horrible. Lo haces tú. No el personaje, no la cinemática. Tú, con el mando en la mano. Porque el distracción te pone el control y no te avisa. Y tú, sin retener, decides. Y luego ves lo que hiciste. Y el distracción no dice falta. No te sermonea. No te castiga. No te empuja a reflexionar. Solo te deja con la imagen. Y con el peso. Te deja en ese silencio espeso, incómodo, en el que la única voz que queda es la tuya. Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el distracción te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué.
Y tú sabes. Sabes que no era necesario. Que podrías no haberlo hecho. Pero lo hiciste. Porque el distracción te dejó. Y ahora tienes que pensar por qué
Yo me quedé en silencio durante minutos. Sin moverme. Como si tuviera miedo de tocar el mando otra vez. No necesitaba más logros, ni más historia. Esa terreno ya me había dicho todo lo que necesitaba retener: que un videojuego puede hacerte reparar pecado verdadera, si se atreve a no perdonarte. Si se atreve a no darte el camino de redención. Si confía en que tú eres lo harto adulto como para cargar con lo que hiciste sin escazes de una mecánica que lo compense. Y lo más resistente es que no puedes susurrar mucho de ese momento sin estropearlo. Porque lo esencial en Spec Ops: The Line no es lo que pasa. Es lo que sientes. Es el eco que deja.
Esa es la diferencia entre los juegos que te cuentan una historia y los que te involucran en una. En uno eres espectador. En otro, cómplice. Y cuando el distracción te convierte en cómplice del horror, ya no puedes salir libre. Ya no puedes pensar que es solo un distracción. Y eso, cuando pasa, te cambia. Y te cambia de verdad. Ese tipo de momentos no abundan. La industria tiende a darte lo que quieres, o al menos lo que crees querer. Juegos como The Witcher 3, Elden Ring, Breath of the Wild… todos, a su modo, están construidos para gustarte. No para complacerte tontamente, pero sí para que te sientas cómodo en el interior de ellos. Te retan, claro. Pero además te devuelven poco a cambio. Te hacen reparar correctamente. Y lo agradezco. Pero ¿y si un distracción no te devuelve falta? ¿Y si solo te hace reparar perdido?


Kentucky Route Zero
Ahí es donde entra poco como Kentucky Route Zero. No hay combates. No hay progreso. Solo personas rotas, hablando en susurros sobre temas que no se solucionan. Deudas. Olvidos. Lugares que se borran. A veces parece que no está pasando falta. Pero lo que está ocurriendo no es lo que ves en pantalla. Es lo que ocurre en el interior de ti mientras ves a esos personajes flotar por un mundo que se derrumba en silencio.
Hay una terreno en la que simplemente estás en una obra de teatro. Sentado. Escuchando. No haces falta. No puedes. Y en esa falta, el distracción te pide poco inusual: que te quedes. Que estés. Que escuches. Y lo haces. No porque te esté divirtiendo, sino porque sientes que si te vas, perderás poco importante. Poco que no sabes nombrar, pero que intuyes. Y eso es lo raro: que un distracción sin argumento, sin complejas mecánicas, sin siquiera dirección clara… consiga atraparte con pura humanidad. Con personajes que no son héroes ni villanos, sino concurrencia. Gentío que palabra de cosas reales, que ha perdido cosas reales. Es un distracción que te proxenetismo como adulto. No te da diversión. Te da una conversación. Y si te atreves a escucharla, poco en ti cambia.


The Beginner’s Guide
Reminiscencia además The Beginner‘s Guide. Lo jugué sin retener qué era. Creí que sería otro walking simulator con una historia bonita sobre la creación artística. Pero lo que encontré fue un proceso. Uno a mí. El narrador me hablaba como si supiera lo que pensaba. Me conducía por niveles incompletos de otro autor, interpretándolos como si fueran suyos, y yo, como atleta, me lo creía. Me lo apropiaba. Y entonces entendí que no estaba explorando un distracción. Estaba invadiendo a alguno.
Aunque nunca lo he vuelto a corretear, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo
Ese día cerré el distracción sintiéndome mal. No por el diseño. Por mí. Porque el distracción me había hecho pensar que tenía derecho a entrar en cualquier mundo que alguno creara. Y ese derecho, a veces, no existe. Algunos mundos no quieren ser explorados. Algunos creadores no quieren ser comprendidos. Y tú, por corretear, por querer entender, estás cruzando una diámetro.
Es una sensación rara, incómoda, nueva. No te sientes inteligente. No te sientes peculiar. Te sientes intruso. Y eso es un tipo de dolor que no había sentido ayer con un videojuego. Una incomodidad que no viene de perder, ni de dirimir, sino de mirar demasiado de cerca. Y aunque nunca lo he vuelto a corretear, pienso mucho en él. En lo que me enseñó sin decírmelo. En cómo un distracción sin objetivos puede, sin incautación, dejarte uno muy claro: preguntarte si deberías tener jugado.


The Last of Us Part II
Luego están los juegos que directamente te enfrentan a lo que no quieres ver. The Last of Us Part II lo hizo conmigo. Un distracción que no solo te arrebata personajes, sino que te pone en la piel de su perjudicial. Y no lo hace para que lo odies, ni para que lo perdones. Lo hace para que lo entiendas. No por lo que hizo, sino por lo que perdió. Al principio te resistes. Piensas: «no quiero estar aquí». Pero el distracción no te deja designar. Te obliga a mirar. A proceder con ella. A reparar lo que siente. Y aunque una parte de ti se niegue, otra empieza a irse. No a justificarla. Sino a convivir con la contradicción.
Es claro querer a un personaje que te cae correctamente. Lo difícil es convivir con uno que odias. Y aún así, jugarlo. Acompañarlo. Percibir lo que siente. Y salir del otro costado sin respuestas, solo con una confusión que te obliga a repensarlo todo. Ese distracción no te da suspensión. No te da paz. Te da una verdad incómoda: que a veces el dolor no se resuelve. Que hay cosas que no se curan. Y que el perdón, si llega, no lo hace de forma épica. Llega roto, incompleto, dudoso. Eso no es entretenimiento. Eso es catarsis.


The Last of Us Part II
El distracción que te mira cuando apagas la consola
He jugado muchos títulos que me han hecho reparar poderoso. Pocos me han hecho reparar humano. Inerme. Erróneo. Insuficiente. Y son esos los que conmemoración de verdad. Porque lo claro se va. Pero lo difícil se queda. Hay juegos que no quieren gustarte. No están rotos. No son un error. Están hechos con otra intención. Una que no junto a en menús de accesibilidad ni en tutoriales suaves. Están ahí para incomodarte. Para empujarte. Para mostrarte una parte de ti que preferías no mirar. Y cuando eso pasa, ya no puedes corretear igual.
Una vez, posteriormente de cerrar Pathologic 2, me quedé frente al escritorio con las manos en las rodillas, respirando despacio. No abrí otro distracción. No puse un vídeo. No escribí falta. Me fui a la cama. Y calibrado ayer de dormirme, pensé: tal vez no se proxenetismo de interesar. Tal vez se proxenetismo de dejar poco en el interior. Y si eso no es lo que hace que un distracción valga la pena… entonces no sé qué lo hace.
En 3DJuegos | Ya no intento verlo todo en un videojuego y es lo mejor que me ha pasado como atleta
En 3DJuegos | Nominar de quién te enamoras en un videojuego dice sobre ti más de lo que te imaginas
En 3DJuegos | Silent Hill 2 oculta poco más terrorífico que sus monstruos y es un mensaje tan trágico que no sorprende que sea un distracción fascinante tantos abriles posteriormente