El botellín episodio de la segunda temporada de The Last of Us ha terminado de cimentar una preocupación que llevaba varias semanas rondándome. Titulado «Siente su coito», el capítulo continúa la historia de venganza de Ellie (y Dina) en las calles arrasadas de Seattle. El episodio llega a picos de intensidad que resuenan de cerca con aquellos que vimos en el videojuego, a la vez que introduce instrumentos de su propia cosecha para ayudarnos a conectar con los personajes.
Es una rutina ya habitual. Cada semana, los jugadores nos sentamos a desgranar las diferencias y novedades de una acondicionamiento más o menos fiel y los espectadores primerizos (juzgando por la multitud de reacciones que pueblan internet) se sorprenden, ríen, se asustan y se frustran cuando toca. Incluso si un participante no viese esta segunda temporada, es tratable imaginar reacciones concretas a un exoesqueleto argumental que se mantiene mayormente invariable, pese a bifurcaciones, cortaduras y remixes que hay por el camino.
Sobre el papel todo esto debería funcionar sin problemas, más siguiendo una primera temporada aclamada por crítica y sabido, y sin requisa hay una extraña sensación que no me exento de la vanguardia. La de percibir que estoy viendo una imitación deslucida de la obra flamante. Una que sabe sonar y exhibir como el mecanismo sonaba y lucía cuando quiere hacerlo, pero que a la vez es incapaz de replicar las sensaciones de un videojuego arduo, desgarrador y plomizo.
Más allá de la cinemática
Desde 2013, The Last of Us es uno de los juegos más influyentes y celebrados del medio. El múltiples veces vencedor a mecanismo del año en prensa y premios de todo el mundo (correr que repitió su secuela por todo lo suspensión con la estatuilla proporcionada por Geoff Keighley) era un cambio de rumbo para Naughty Dog y un angurriento action-horror de corte narrativo que subió el tabla en cómo podían contarse las historias en el videojuego, inspirando de forma innegable a otros Triples A como los recientes God of War.


Esta éxito ha ido arrastrando además una corriente de jugadores poco impresionados que insistían que tras la propuesta no había nulo peculiar. Una mera «película interactiva» que podría acontecer funcionado mejor directamente como película. Es una opinión con la que me cuesta empatizar, sobre todo teniendo en cuenta que tanto a nivel estructural como mecánico, The Last of Us tiene mucho más en global con el mecanismo medio de energía en tercera persona que con otras obras aparentemente más pasivas como las visual novels o las aventuras tipo Telltale. En su íntegro estudio, Tim Rogers decretó que aproximadamente solo un 16% de la experiencia eran cinemáticas. El porcentaje es incluso pequeño en el segundo mecanismo si hacemos las cuentas, aproximadamente un 12% que se extrae de las recopilaciones de todas las cinemáticas frente a la duración media (28 horas según HowLongToBeat).
Y sin requisa, aquí estamos en 2025, en el destino aparentemente «natural» de The Last of Us (no pudo ser película, pero sí serie) y teniendo como resultado una acondicionamiento que aunque a ratos convence y emociona, además se siente torpe y a menudo coja. Parte de ello es una obligatoria traslación a otro medio y las concesiones que conlleva, pero otra parte es resultado de eliminar por completo lo que transmitían los ingredientes jugables de la ecuación.
Eso es porque contrario a la opinión de cierto sector, The Last of Us se justificaba por completo con el mando en la mano. Era una correr en el medio a la hora de casar forma y fondo, ficción y función. Su secuela, The Last of Us Parte II, no solo era una buena historia sobre venganza y redención llena de giros más o menos interesantes; era una visceral e inmersiva episodio que brillaba por su conexión con lo puramente interactivo.


Si la primera temporada ya se quedó corta en algunos aspectos por esto mismo, la brecha se siente aún más dificultoso en esta segunda. Pese a dividir el videojuego en dos temporadas (puede que hasta en tres), los capítulos no pueden evitar sino sentirse apresurados. En el final del botellín episodio, una amenazador Ellie le planta cara a una Nora a la que está dispuesta a torturar por la ubicación de Abby. En el mecanismo la número llega a posteriori de unas tres angustiosas horas de gameplay recorriendo barrios enteros en una Seattle húmeda y solitaria. Como Ellie el hospital se siente imposiblemente distante, y en el camino hay mucho espacio para diálogos internos, pero además para una determinación y oscuridad que se va ebullendo a fuego tardo.
La serie no tiene ni la paciencia ni el espacio para guerrear con todo esto, y resume estos mismos hechos en unos treinta minutos que además se ocupan en otras dinámicas, como un tranquilo paseo en el que Dina cuenta la historia de cómo fue la primera vez que mató a alguno o un galanteo introductorio entre ambas en el teatro. Es evidente que los tiempos funcionan diferente en los dos medios y compararlos directamente es injusto, pero además que el impacto emocional de poco no es el mismo cuando no se ha anticipado de la misma modo. En su intento por no perderse los momentos más emblemáticos del mecanismo, a la serie a veces le toca hacer speedrun por ellos, y es un truco que no siempre funciona. Algunas escenas dramáticamente merecidas del mecanismo (como esa cover de Take on Me con la guitarra o la jirafa en la primera temporada) aquí se sienten más de pegote.


Entre los mayores afectados en la acondicionamiento están además un tono y una medio que sencillamente no se sienten de la misma modo. Lo cual es extraño porque el tono de The Last of Us tiene una resistente inspiración cinematográfica. Películas como No es país para viejos o Hijos de los hombres ayudaron a forjar su tono y ritmo, y sin requisa es en el trasvase de dorso al audiovisual con la serie cuando se pierden cosas por el camino. Parte de esto es intencional, Craig Mazin desafío en su interpretación por un tono más suave, más cómico. El título flamante era una aventura opresiva y por largos trechos incómoda, pero en la serie Mazin parece tener miedo de no dosificar más los instrumentos luminosos.
Avatarización emocional
Hay otra ojeada de todo esto un poco más decepcionante, y es la de que Mazin no ha terminado de entender el potencial de la obra que está adaptando. Como prueba queda su intervención en el primer capítulo del podcast oficial de la serie. Justificando el por qué del esquema, Mazin le explica a Troy Baker que si adecuadamente disfrutó la jugabilidad de The Last of Us, sintió que completamente separado de eso, estaba viendo una historia muy peculiar. Es un modo de pensar peligroso que casi se acerca más al discurso de los detractores hablando de «película interactiva» que al de los fans del mecanismo. Es además un tanto chocante, porque es un discurso totalmente contrario al que Druckmann lleva prodigando desde el primer mecanismo. Ese que palabra de que en The Last of Us todo es historia, no solo lo que se cuenta en las cinemáticas.
Por retornar momentáneamente a las estadísticas de Tim Rogers del primer mecanismo. Detectó que pasó jugando un 43% del tiempo en acciones violentas (es afirmar, bloques de energía o sigilo puros y duros) frente a un 57% en acciones no violentas. Estos son momentos en los que el participante está explorando el nivel en indagación de capital, interactuando con los personajes, resolviendo puzles ambientales o sencillamente absorbiendo el entorno. Es una desafío de diseño que se dobla en la secuela, con niveles más sofisticados que recorrer y entornos más amplios que incluyen un pequeño mundo descubierto que el participante puede explorar en su propia medida.


Esta brecha estricta que establece Mazin entre lo «dramático» frente a lo «jugable» ha causado estragos en otros aspectos de la temporada. El segundo episodio nos mostraba a una Abby interpretada por Kaitlyn Dever que, al contrario que en el mecanismo, carecía de su complexión musculada y tenía un cuerpo más normativo de mujer flaca. ¿La razón según los creadores? El personaje no necesitaba esa dimensión física ya que no era un videojuego, por lo que no era necesario introducirla en tantas secuencias de energía ni diferenciarla del otro personaje jugable.
En el mecanismo, sin requisa, la fisicalidad de Abby suponía un hábitat indudablemente dramático. Y era uno de esos detalles silenciosos que ayudaban a caracterizar a una mujer tan obsesionada con la venganza que había moldeado su cuerpo para ese único propósito. Su brutalidad con los infectados (a los que podía vencer a puñetazos y patadas) reforzaban la sensación de alguno sin miedo que solo se concebía a sí misma a través de la violencia.
La defensa de The Last of Us como una obra eminentemente novelística en todas sus facetas no es solo un discurso marketiniano. La novelística del mecanismo es poco mucho más arduo de lo que se puede contar en sus cinemáticas. De la caracterización física de sus avatares al uso de novelística ambiental, al concienzudo diseño de sus mecánicas (con detalles como que solo puedes fraguar objetos en tiempo vivo), o a la presencia de altos modos de dificultad en los que cada bala cuenta y el participante es muy delicado, todo en el mecanismo está orientado a sentirte como sus personajes, y a sumergirte en esos espacios y en la cruenta historia que cuentan.


Es poco que además se transmitía a través de la estructura misma. De cómo el mecanismo espaciaba los niveles y los hallazgos narrativos. El punto de panorámica era un aspecto crucial de por qué The Last of Us Parte II funcionaba. La estructura del mecanismo era muy particular con qué personaje te ponía a los mandos en qué momento donado, y era muy consciente de las sensaciones que evocaba con ello. Es un delicado prueba de empatía a través de mecánicas que se desdibuja en una serie de televisión con un enfoque más coral, y por lo tanto además más descentrado.
Esa filosofía de la serie de alejarse de la energía del videojuego crea una acondicionamiento que a menudo se siente totalmente desubicada de lo que hacía peculiar a la obra flamante. En su intento por hacer de The Last of Us un drama prestige de HBO Mazin parece creer que su guion es lo más importante. Esto no solo elimina los disparos de la ecuación, además gran parte de los espacios negativos y los silencios, que son sustituidos en su mayoría por incesantes diálogos que tienen la aprieto de explicarnos poco que, como obviamente no puede expresarse de modo interactiva, podría expresarse visualmente.
Pasando casi desapercibido antiguamente de la traca final del botellín episodio, Jesse aparece para revelar que Tommy además ha venido tras Ellie y Dina, poniendo previsiblemente a todos los personajes en el mismo status quo que en el mecanismo para futuros episodios de la temporada. Tras marearnos con bifurcaciones argumentales, la serie parece en última instancia abandonarse en los instintos narrativos de un mecanismo que a menudo se siente más confiado no solo con lo que cuenta sino con cómo lo cuenta.


Es difícil imaginar que The Last of Us hubiera podido ser una mejor serie de apoyarse en una historia flamante. Es un prueba que en Fallout desde luego ha funcionado, y que fuerza a los guionistas a agenciárselas el corazón del material que se adapta fuera de la mera trama, pero además es cierto que gran parte del corazón del mecanismo de Naughty Dog radica en contar una historia muy concreta con personajes muy concretos. Con un argumentista a la vanguardia del esquema televisivo claramente enamorado de la historia que se cuenta, es una pena que no tenga esa misma apreciación por entender el medio flamante en el que se cuenta.
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