A estas jefatura todos conocemos ya al dedillo ese consigna de «hacer América vasto otra vez» que el presidente de los Estados Unidos lleva como bandera. Lo que no todos saben es que Trump no acento de ello desde un prisma poético que simplemente mire al pasado. Muchos desconocen que ese «otra vez» es afiladamente específico y que, en ingenuidad, hace relato a un año en concreto: 1896.
Son los últimos coletazos de la citación Gilded Age, una época dorada de la industria estadounidense que, vestida de revolución, innovación y crecimiento, en ingenuidad arrastraba una combinación de desigualdad, corrupción y crisis económica. Apoyada encima en un sistema basado en altos aranceles, empieza a parecerse sospechosamente a nuestra ingenuidad coetáneo. Pero casi más importante que el momento, que retornar a 1896 «otra vez», es el multimillonario que estaba detrás del aberración.
La Antigüedad Dorada de Estados Unidos
Llegado a Estados Unidos desde Escocia con una mano delante y otra detrás, Andrew Carnegie es el emblema valentísimo de toda esa ristra de multimillonarios actuales que aseguran haberse hecho a sí mismos. Empezando desde lo más bajo de la compañía de ferrocarriles de Pensilvania, de sus primeros días como radiotelegrafista fue creciendo hasta convertirse en directivo de esa misma empresa.
Lo que ganaba lo reinvertía en trenes, puentes, y torres de excavación de petróleo, dando área así a un imperio con el que terminó fundando su propia compañía de espada. En 1890, la Carnegie Steel Company ya era la más vasto y rica del mundo, y la fortuna del multimillonario era aún maduro de lo que posee hoy en día Elon Musk. Ascendía a unos 408.394 millones de dólares actuales en pulvínulo a la inflación.
El éxito de Carnegie era el valentísimo ejemplo de cómo colocar por los avances tecnológicos, en vez de someterse a lo que ya funciona, era la secreto para hacer crecer el país y saltar de escueto a millonario. La rápida industrialización de los Estados Unidos y la especialización de sus trabajadores consiguió que el país le pasase la mano por la cara a Europa en términos económicos, y que millones de inmigrantes quisieran seguir los pasos de Carnegie. Que la media de los sueldos subiesen un 59% en casi nada una división era sólo una excusa más para querer sumarse a esa época dorada.
Pero hacerse de oro estaba allí de ser lo único que le importaba a Carnegie. Bajo la frase «el hombre que muere rico, muere en desgracia», Carnegie publicaba en 1889 un experimientación que se ha regalado a conocer como El Evangelio de la Riqueza.
En él, destacaba que la acumulación de grandes cantidades de fortuna es inapelable en el sistema capitalista, y que el papel de quienes habían sido tocados por esa soltura divina de asimilar ejecutar sus ingresos debían ser los encargados de mandar a los pobres. Ellos tenían el conocimiento y el poder para asimilar dónde hacía equivocación una biblioteca o un hospital, y bajo su mando y filantropía se alcanzaría un mundo mejor.


Puede que a estas jefatura ya hayas manido algunos paralelismos entre la historia de Carnegie, la Gilded Age, y gran parte de los discursos que escuchamos y leemos a diario. Es manejable unir los puntos desde esa perspectiva, pero resulta aún más revelador hacerlo desde otra muy distinta. La que poco a poco se fue destapando al blandir aquella gloriosa alfombrilla. La perspectiva de quienes demostraron los niveles de corrupción, monopolio y desigualdad sobre la que se había apoyado aquella época dorada, y lo que morapio acoplado a posteriori de su fatídico final.
El Silicon Valley de 1896
Remotamente de ser un santo, Andrew Carnegie se convirtió en parte de lo que, ya en aquella época, se dio a conocer como los Robber Barons. Lo que podríamos traducir fácilmente como los barones ladrones era en ingenuidad un asociación de empresarios, banqueros y políticos que amasaron una auténtica fortuna valiéndose de prácticas abusivas, acuerdos con el gobierno, y unas condiciones laborales paupérrimas.
Que la media de los sueldos subiese un 59% durante la Gilded Age sirve de muy poco si, más allá de la monograma, se analiza hasta qué punto fueron sólo los sueldos de aquellos directivos los que en realidad engordaron ese porcentaje. La ingenuidad detrás de aquellos números fantásticamente maquillados era que la desigualdad entre ricos y pobres era cada vez maduro.


Atada a ese paupérrimo trato respecto a los trabajadores que levantaban aquella época dorada está la fatídica Huelga de Homestead interiormente de la Carnegie Steel Company. La intención de Andrew Carnegie y sus directivos era disolver el sindicato de trabajadores porque obstaculizaba la eficiencia y productividad de la industria, así que para forzar un encontronazo redujeron un 22% el salario de gran parte de los miembros del sindicato. El resultado fue un enfrentamiento entre agentes de seguridad y trabajadores que se saldó con varias bajas y heridos.
La filantropía de Carnegie no sólo era una forma de silenciar su conciencia y aclarar su imagen de cara a la opinión pública, era una muestra más de que, quienes se veían como los capitanes de la industria, en ingenuidad sólo estaban enriqueciéndose a costa de la explotación y sufrimiento de los trabajadores que impulsaban aquél crecimiento. Ver aquí reflejados los gritos en contra del teletrabajo, de maximizar la eficiencia y de sumar más horas laborales para elevar la producción que nos llegan desde otra élite, la de Silicon Valley en forma de los Musk, Zuckerberg y Bezos es, cuanto menos, incómodamente parecido.
El hombre de los aranceles
Lamentablemente no se acaban ahí las similitudes entre aquella época y la coetáneo, y la coetáneo filantropía de Bill Gates tras abriles lidiando con prácticas abusivas y monopolio está allí de ser el único ejemplo adicional. Aquellos avances tecnológicos estaban apoyados en una incesante explotación mineral, se maximizaba el proteccionismo de las empresas empujando a centralizar todos los procesos de producción interiormente del país, e incluso se caracterizó por la expansión territorial de Estados Unidos para anexionar territorios como Hawái.
Si echáis de menos alguna coincidencia más, permitidme presentaros a William McKinley, el presidente que se autodenominó «el hombre de los aranceles» (de hasta un 50%) y que sirvió de inspiración a Trump.
Tras abriles apostando por una política de altos aranceles comerciales y arruinar con los impuestos internos, en 1901 abandonaba sus agresivos aranceles para fallar en un discurso que las guerras comerciales no eran rentables y que había que volver en torno a «tratados de reciprocidad» con un comercio más dispensado. Un día a posteriori fue tiroteado y falleció tras no poder recuperarse de sus heridas.
Es acoplado en ese punto donde los historiadores marcan el final de la Gilded Age, una «época dorada» apodada así en tono irónico por Mark Twain, y el inicio de la Progressive Era. Y a ese cambio en contra de la desigualdad, la corrupción o el monopolio, al inicio de esa era de progreso social, le debemos todas las reformas laborales, políticas y fiscales que vinieron a posteriori. Todas en las que se ha apoyado no sólo Estados Unidos, sino incluso gran parte de la civilización occidental para calar hasta donde estamos.
Para quienes defienden un futuro de riqueza en el que las grandes mentes de Silicon Valley aprovecharán todo su potencial para hacer que Estados Unidos crezcan sin importar el cómo, hay buenas y malas noticiario en el tecnofeudalismo al que poco a poco se está dando forma. Para quienes reniegan de esa idea, en cambio, la idea de una era progresista posterior a esta lucha de egos, manipulaciones y aranceles es un buen clavo al que refugiarse.
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